sábado, 31 de enero de 2009

Sin acritud


Por culpa del tabaco
CARMELO ENCINAS, EL PAIS 31/01/2009

Mi rechazo al tabaco empieza a preocuparme. Siempre se ha dicho que los conversos suelen ser los más radicales y yo fumé aunque, en honor a la verdad, nunca fui un fumador empedernido. Del tabaco en realidad lo que me gustaba era su liturgia y sociabilidad. Por eso ahora que veo al personal subiendo y bajando para salir a la calle a echarse un cigarro a toda prisa y tiritando de frío me cuesta tanto comprenderles. Mis pitillos eran la ceremonia tras el desayuno o la comida, el protocolo al comenzar una conversación o arrancar un paseo o en el glorioso desparrame sobre el sofá.

Yo pensaba que cada calada había de ser sublime y que cada cigarrillo debía tener una razón de ser. Será probablemente una gilipollez como otra cualquiera pero me permitió gozar del tabaco sin machacar los pulmones. Cuando noté que esa glamurosa ceremonia empezaba a perjudicarme no tuvo que venir ningún presidente de Gobierno ni ministro de Sanidad alguno a recomendarme que lo dejara, lo dejé y hasta hoy. Ahora he de reconocer que me molesta profundamente el humo del tabaco y que mantengo una batalla interior para no convertirme en un talibán.

Después de sufrir durante años esas reuniones de trabajo en las que los fumadores convulsivos imponían el humo manu militari aunque fueras asmático o padecieras una sinusitis de caballo, ahora que está prohibido trato de ser condescendiente con quienes fuman en un espacio privado. En teoría cuando estás en un lugar cerrado no sometido a regulación lo de fumar queda bajo las normas de buena educación y en este ámbito, por aquello de que no se sientan acosados, estamos cediendo más los no fumadores.

Cuando en una reunión de amigos o conocidos alguien dice eso de "os molesta que fume" nadie suele asumir el riesgo de quedar como un borde diciendo que efectivamente molesta. Detrás de él irá algún otro fumador y lo habitual es que no vuelvan a pedir permiso para encender otro cigarro, aunque ya la atmósfera sea irrespirable. Lo mismo ocurre cuando vas con un grupo a un restaurante y uno pide que les pongan en la zona de fumadores. ¿Quién asume el mal rollo de llevarle la contraria?

El fumador reina por derecho en los bares, discotecas y garitos de copas y allí el que tenga problemas con el humo debe darse humildemente por jodido. Y es que, a pesar de que los fumadores según las estadísticas, son minoría, la noche madrileña apenas cuenta con un solo espacio donde puedas bailar, escuchar música o tomar una copa sin que a los 10 minutos te apeste la ropa a chamusquina. Esto es algo que nos tragamos estoicamente porque la alternativa es quedarse en casa y "no fumador", por mucho que las tabacaleras se empeñen, no es sinónimo de coñazo.

Por fortuna hay gente que fuma que cada vez es más respetuosa, aunque haya elementos permanentemente dispuestos a poner a prueba los temperamentos más templados. Es el caso de un vecino mío que tiene a bien encender su primer cigarrillo del día en el ascensor. Por sus modales y su cara de bruto deduzco que cualquier indicación que le hiciera al respecto terminaría con mis huesos en las urgencias hospitalarias. Lo que hago es tragar y mantener intacta la integridad física. Si seré bueno que ni siquiera le deseo el enfisema pulmonar que merece. Para las empresas la tolerancia con los fumadores empieza a ser un problema preocupante.

Tras la prohibición de fumar en lugares públicos y centros de trabajo se ha instaurado el hábito de abandonar cada dos por tres el puesto de trabajo para inhalar su dosis de nicotina. No hay más que darse una vuelta por la Gran Vía y ver a la gente que hay fumando en las puertas y portales para imaginar las horas de trabajo que se pierden atendiendo la adicción. Conozco un caradura que nunca ha fumado y ahora de cuando en cuando se baja a la calle y enciende un cigarro con tal de abrirse un rato. Algún orden habrá que poner al asunto. Curiosamente, mis esfuerzos por ser tolerante donde fracasan estrepitosamente es ante un gesto muy extendido entre los fumadores.

Por alguna razón que ignoro la inmensa mayoría de ellos tira displicentemente el cigarro en estado terminal a la calle como si las colillas no ensuciaran las aceras. Da igual que acabe de pasar la barredora y el pavimento esté como la patena, la colilla humeante irá al suelo contribuyendo a convertir Madrid en un inmenso cenicero. Reconozco que esa actitud me saca de quicio. Yo les llamo guarros para mis adentros, pero un día se me va a escapar en voz alta y la tendremos. Acabaré en comisaría con un ojo hinchado y acusado encima de intolerante. Lo mío es preocupante.

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